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Ratas muertas

04 FEB 2012 12:57

El pasado domingo la muy noble villa de El Puig, cuna de la imprenta,  dio uno de esos bochornosos espectáculos que son ?agua de mayo? para las cadenas de televisión, ávidas de noticias pintorescas que rompan la triste monotonía de la crisis y el imparable aumento del paro, valga la redundancia.  El lanzamiento de ratas vivas, muertas o moribundas, da igual, como manifestación sui generis de festividad popular. Dos periodistas fueron agredidas por la multitud al grito de ¡¡¡Queremos ratas!!!, aunque por fortuna la sangre no llegó al río, y el conflicto, aireado por todos los medios, culminó en forma de denuncia.

 Pese a ser animalista hasta la médula, no voy empuñar la lanza en favor de las ratas vivas o muertas, vive Dios, sino rascar un poco en la superficie de esta surrealista historia para intentar descubrir lo que subyace bajo la deplorable y rasposa superficie.

El Puig no es por desgracia el único pueblo que se aferra a unas tradiciones en las que la muerte y/o el sufrimiento de cualquier tipo de animal, elevado por un tiempo a categoría de chivo expiatorio, es motivo de disfrute y jolgorio colectivo. Una especie de catarsis a lo bestia que libera al personal de pulsiones profundas,  violencia y crueldad reprimida en la diaria convivencia por temor a las leyes o al qué dirán, y  que demuestran lo fina que es la película de civilización que barniza nuestra sociedad. ¡Si hace sólo 2.000 años era políticamente correcto ver cómo unos cuantos leones famélicos se comían a los disidentes cristianos!   

En Sagunto cada mes de agosto el lanzamiento de patos vivos al mar, donde son capturados por los vecinos, es tema de intenso debate entre protectoras y festeros, como si esa fuera la única diversión de la que disponen los mozos para celebrar su fiesta.

A principios de septiembre, el pueblo vallisoletano de Tordesillas es escenario de una de las torturas más salvajes que todavía colean en la piel de toro, el famoso Toro de la Vega, lanceado por una turba de jinetes que lo persiguen hasta darle una lenta y dolorosa muerte. Son sólo dos ejemplos en el rico catálogo de la bestialidad nacional ejercida contra los animales, como arrancar el cuello de cuajo a varias gallinas colgadas de una cuerda o trepar por el cuello de gansos hasta destrozarlos. Por no hablar del tan difundido toro embolat, correbous, y la propia fiesta nacional, otro sangrante capítulo de la misma historia.

Aunque la mayoría de estas costumbres bárbaras  se han suavizado, concretamente en El Puig hace años se metían conejos y ratas vivas en las ollas de barro destinadas a  la piñata, persiste lo que se podría llamar un orgullo identitario, que las dota de un significado especial para los descendientes de quienes las inventaron. Un día, a cualquier vecino se le ocurrió la brillante idea que cuajó en el grupo y fue gozosamente secundada por la mayoría. Tirar una cabra por el campanario, lanzar patos al agua, o lo que se tercie. ?A ver a quién se le ocurre la animalada más gorda?.

Sería lógico pensar que en pleno siglo XXI, enganchados a la tecnología más sofisticada, esos divertimentos cavernícolas perderían paulatinamente el interés del público, ocupado en otros menesteres, como mandar sms por el móvil o descargar películas en internet, pero me temo que ocurre todo lo contrario.

En un mundo uniforme y globalizado, envuelto en bolsas de plástico transparente que nos homogeniza,  las ratas muertas es lo único que  distingue un pueblo del  pueblo de al lado. ¡Queremos ratas! es el grito de guerra. La gente acepta con mansedumbre el paro, la explotación y la corrupción del sistema, pero se rebela si intentan privarle de las ratas muertas. En un momento decisivo en la evolución de la Humanidad, se impuso el valor de la piedad, y se dejaron de sacrificar niños y vírgenes en el altar de los dioses para ofrecerles sólo animales. ¿Cuándo se dará el segundo paso en el camino de la compasión y dejarán de ser necesarias tales ofrendas a los vengativos dioses de la ignorancia y de la ira?  Me temo que no lo verán mis ojos.

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